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La luz de tu cuerpo me ciega.
En mi ceguera, comienzo a recorrerlo con el tacto que rueda en la punta de la llema de mis dedos.
Tu boca sobre mi boca sobre tu boca sobre mi boca sobre tu boca sobre mi boca sobre tu boca sobre mi boca sobre tu boca.
Me consume.
Te recorro y te recurro mientras nos desnudamos, nos mezclamos.
El deseo consume mis movimientos, los reduce a cenizas.
Paseo por tu cuerpo como un extraño, que aprecia cada lugar, cada recoveco, cada pliegue, cada curva.
La línea de tu espalda me enseña la ruta.
La camino con ansia, devorado por la pasión.
Tu cuerpo sobre mi cuerpo sobre tu cuerpo sobre mi cuerpo sobre tu cuerpo sobre mi cuerpo sobre tu cuerpo.
Aquí, desde donde tu pecho parece colinas inmensas, me multiplico.
Me vacío en ti, en cuerpo y alma, con fuerza equivalente a eones.
La piel más suave.
Tu ombligo es el centro de mi universo.
La entropía en él me arrastra a mares insospechados, selvas inhabitadas, inescrutadas. Inhabitables.
Una y otra vez te escalo.
El vaivén, el ritmo, el ritmo, el ritmo.
El bronce de tu cuerpo me refleja, me contemplo en él, maravillado por las formas que te constituyen.
Te deseo, te deseo, te deseo.
El ritmo, tu cuerpo, mi cuerpo.
Develo tu rincón más oscuro, y de él emerge un fuego abrazador.
Antes de volver a mi sito, te veo sonreir y perder la mirada.
Luego, me entrego al sueño sabiendo que mañana seré tuyo, otra vez.
(fotografía de R. Mapplethorpe)